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Muy, muy por encima del bullicio del mundo, más allá de las montañas más altas, acurrucado en una nube gigante, tan blanca y esponjosa como el algodón de azúcar, se alzaba el legendario Castillo de las Alturas. Era un espectáculo para la vista, con torres de cristal de nubes que atrapaban los arcoíris y puentes colgantes hechos de hebras de niebla. Allí vivía la princesa Lyra, pero no era una princesa de cuento de hadas común y corriente. Lyra despreciaba los vestidos de seda y las tiaras pesadas. En su lugar, prefería una chaqueta de piloto de cuero gastado, gafas de aviador y su cabello recogido en una trenza rebelde. Su mejor amigo, y cómplice de aventuras, era un majestuoso grifo llamado Skye, con plumas doradas como el sol y ojos tan azules como el cielo profundo. El castillo entero funcionaba gracias a la Piedra Cantarina, un cristal mágico que vibraba y zumbaba con la energía de la risa y la alegría de la gente de abajo.

Un día, un hechicero gruñón y solitario que vivía en una cueva oscura, harto de tanta felicidad, ascendió a los cielos en una nube de tormenta y robó la piedra. En el momento en que la Piedra Cantarina fue arrancada de su pedestal, el castillo comenzó a perder su cohesión y a alejarse a la deriva, flotando sin rumbo hacia los confines del cielo. El zumbido feliz se convirtió en un silencio desolador. Sin dudarlo un segundo, Lyra se ajustó las gafas, saltó sobre el lomo de Skye y se lanzaron al vasto cielo azul. Su única pista era un rastro de notas agrias y discordantes que el hechicero había dejado en su huida, una estela de infelicidad que los guiaría hasta su guarida para devolver la alegría y la estabilidad a su reino flotante.

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