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Inés era daltónica, una condición que hacía que viera el mundo en una paleta de colores única y personal. Para ella, el césped no era verde, sino de un tono ocre, y las fresas tenían el color del atardecer. En su clase de arte, la profesora les pidió que pintaran un paisaje. Mientras sus compañeros pintaban árboles con troncos marrones y hojas verdes, Inés pintó un majestuoso árbol con un tronco morado y hojas de un vibrante azul celeste, bajo un sol de color verde esmeralda. Al principio, algunos niños se rieron. "¿Los árboles no son azules!", dijo uno. Pero la profesora, que era muy sabia, colgó el cuadro de Inés en el centro de la clase. Era tan extrañamente hermoso, tan original y lleno de vida, que todos se quedaron en silencio. El cuadro de Inés inspiró a toda la clase a experimentar, a liberarse de las reglas. Empezaron a pintar con el corazón y no solo con los ojos, descubriendo que la amistad, como el arte, no se trata de ver las cosas de la misma manera, sino de celebrar y amar las diferentes formas de ver el mundo.
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