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Mía, una niña de espíritu alegre, había perdido el sentido del gusto en una enfermedad infantil. Pero el destino, en un giro curioso, le había regalado un olfato extraordinario. Podía distinguir el aroma de la canela de Ceilán de la de Saigón a diez pasos de distancia, o saber si una fresa estaba perfectamente madura solo con olerla. Esta habilidad la convirtió en una chef única y revolucionaria. En su cocina, que llamaba "El Laboratorio de Aromas", creaba platos que no se basaban en el sabor, sino en complejas combinaciones de olores. Preparaba una "Sinfonía de Cítricos" que olía a sol y a verano, o un "Guiso del Bosque" cuyo aroma te transportaba a un paseo entre pinos después de la lluvia. Su comida era tan evocadora y deliciosa que la gente que la probaba juraba que podía saborear los olores. Mía demostró que la comida es una experiencia multisensorial y que se puede disfrutar de un festín incluso sin el sentido del gusto.
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