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Samuel era un niño de pocas palabras. A veces, las palabras se enredaban en su mente y se negaban a salir, lo que le causaba frustración. Sin embargo, sus manos hablaban un lenguaje fluido y mágico. Samuel era un maestro creando figuras con un simple trozo de hilo. Podía hacer gatos, barcos, estrellas y cualquier cosa que imaginara. Un día, mientras se sentía particularmente silencioso, tomó el hilo más largo y colorido que tenía y comenzó a tejer la figura más compleja que jamás había intentado: un dragón. Trabajó durante horas, sus dedos danzando ágilmente, hasta que la criatura estuvo completa. Era tan detallada, con alas majestuosas y una cola larga y elegante, que por un instante, Samuel deseó con todas sus fuerzas que fuera real. Y entonces, con un suave parpadeo de luz, el dragón de hilo cobró vida. Se desenredó de sus manos y creció hasta llenar la habitación. Juntos, Samuel y el dragón volaron por la ventana y surcaron el cielo estrellado, demostrando a Samuel y al mundo entero que la imaginación y la creatividad hablan todos los idiomas, sin necesidad de una sola palabra.

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